
Siempre creí que una clínica psiquiátrica era como una cárcel bien iluminada con paredes acolchadas, donde la gente hace cosas raras mientras esperas en la fila para la medicación que te tienes que tomar en contra de tu voluntad. Para mi suerte se parecía más a un hostal en el que no tenía que fingir estar bien después de un intento fallido de suicidio y me enseñaron a sanar o al menos enfrentar el mundo con la situación por la que estaba pasando. Cada clínica es distinta, eso está claro, pero al menos en la que yo estuve (en Santiago de Chile) era una casona antigua, grande y bonita, con varias habitaciones y espacios comunes donde pasar el día, comer, tener actividades o aprender cosas nuevas.
Las reglas
Eran simples, no tenía acceso a Internet ni aparatos electrónicos (excepto los de espacios comunes), elementos como las cuchillas de afeitar las tenía que pedir para usarlas y devolverlas, no se puede beber alcohol, pero sí fumar, tenía visitas todos los días, las llamadas son derivadas por funcionarios y hay que respetar los horarios.
¿Vi cosas terribles?
No, ni gritos, ni peleas, ni gente hablando sola, a veces había alguien que quería estar solo, pero nada que llamara la atención. Escuché que alguna vez puede haber un intento de suicidio, pero en los 36 días que estuve internado, nunca ocurrió ni nadie que estuviera allí había presenciado uno. Lo más “terrible” que llegué a ver fue gente que estaba tan rota que el sufrimiento les florecía, pero nadie, por diversa que fuera la razón por la que estaba allí me hizo nunca pasar un mal momento. Cada mal momento fue interno.
¿Qué tipo de gente había?
De todo, la mayoría mayores de 30, yo estaba a un mes de cumplir 20 y cerca de mi edad conocí a 4 chicos más. Había hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Algunos por depresión, otros por intento de suicidio, ludopatía, adicciones, esquizofrenia, bipolaridad, etc., pero lo que teníamos en común era que necesitábamos un lugar seguro y controlado para poder sanar.
¿Qué hacía en el día?
Muy temprano me duchaba y bajaba a desayunar, compartía mesa con los demás pacientes y hablábamos; después de un tiempo libre iba a hacer alguna actividad terapéutica o educativa, luego llegaba el almuerzo, más tiempo libre, otra actividad grupal y la cena. Esas son las pautas que había, lo demás era libre. Yo cantaba y tocaba la guitarra mucho, pintaba y escribía. En ninguna actividad tenía que participar si no quería, aunque claro, eso afecta el desarrollo de tu tratamiento, se supone que cada uno está ahí para mejorar.
¿Quiénes conformaban al equipo profesional?
Las cuidadoras, ellas tenían asignados unos cuantos pacientes, la mía se hizo cargo de mostrarme la clínica, despertarme y estar pendiente de cualquier necesidad. Los terapeutas, hacían actividades, enseñaban y también hablaban conmigo cuando lo necesitaba para ayudarme. Los enfermeros, a cargo de la medicación de cada paciente, me la daban 3 veces al día. Los psicólogos, depende del paciente tienen una cantidad de sesiones a la semana, creo que en mi caso eran dos. El psiquiatra me veía una vez a la semana para hacerme seguimiento, decidir cuánto tiempo debía estar ahí y modificar la medicación si era necesario.
En general fue una buena experiencia, yo no sabía qué quería hacer con mi vida, no entendía lo que me pasaba, ni cómo vivir con tanto sufrimiento dentro y tan pocas ganas. Al poder estar mal sin fingir vivía el día a día con tranquilidad hasta que me enfrentaba con mis males, mientras que fuera estaba obligado a enfrentar mis problemas constantemente. Fue un buen lugar para poner la vida en pausa y aprender afrontar la realidad con herramientas que no tenía. Me educaron, le pusieron nombre a lo que yo no podía explicar y nunca me sentí obligado a hacer algo que no quería, de hecho cuando me dijeron que podía salir pedí quedarme una semana más porque aún no estaba listo. Aprendí a jugar ping pong y taca taca (fútbol de mesa) muy bien, conocí a gente que de cuyas experiencias aprendí mucho, recibí mucho cariño, atención e hice amigos.